jueves, 25 de febrero de 2010

El parecer del Alma

"Habiendo advertido hace ya mucho tiempo que no debe ser cohibida la libertad de religión, sino que ha de permitirse al arbitrio y libertad de cada cual se ejercite en las cosas divinas conforme al parecer de su alma, hemos sancionado que, tanto todos los demás, cuanto los cristianos, conserven la fe y observancia de su secta y religión... que a los cristianos y a todos los demás se conceda libre facultad de seguir la religión que a bien tengan…así pues, hemos promulgado con saludable y rectísimo criterio esta nuestra voluntad, para que a ninguno se niegue en absoluto la licencia de seguir o elegir la observancia y religión cristiana. Antes bien sea lícito a cada uno dedicar su alma a aquella religión que estimare convenirle". Copias de las constituciones imperiales de Constantino y Licinio, traducidas del latín al griego

La noche del 27 de octubre del año 312, Constantino I tuvo una visión “In Hoc signo vinces” que le imperaba a marcar con la señal de la cruz todos los escudos que su ejercito, en esas horas adormecido, utilizaría para protegerse en la batalla que al amanecer se desencadenaría sobre el Puente Milvio. La victoria de Constantino contra Majencio fue explicada por las fuentes contemporáneas en clave religiosa y marcaría un punto de inflexión en el imaginario colectivo cristiano. Fue Constantino el Grande el precursor de la libertad religiosa recogida y preservada en el Edicto de Milán (313) y El Concilio de Nicea (325).

Sin embargo, desde el S.IV han sido muchos los enfrentamientos suscitados en nombre de Dios: la reconquista española, las guerras santas en Oriente Medio, la reforma protestante en Alemania, la guerra de los 80 años en los Países Bajos, la guerra de los 30 años en el Sacro Imperio; en todos ellos se confrontaban diferentes sentimientos religiosos, aparentemente irreconciliables pero curiosamente parecidos.

El tratado de Westfalia (1648) concedió una tregua en un periodo plagado de hostilidades pero los conflictos irredentos entre confesiones mutaron hacia nuevas pugnas, que todavía hoy, cuatro Siglos más tarde, constituyen uno de los principales obstáculos para la reconciliación intercultural y un gravísimo problema de Seguridad.

Samuel Huntington pronosticó un choque inevitable entre civilizaciones antagónicas, advirtiendo que los conceptos de democracia o libre comercio solo habían calado en el ámbito de la cristiandad occidental, y que por tanto, las luchas entre “civilizaciones” se sucederían sine die. Pese a nuestra resistencia inconsciente los datos nos empujan a suscribir los planteamientos de Huntington: en Sudán, los integristas musulmanes llevan 16 años en guerra con los cristianos y los animistas del sur; las diversas facciones chiítas y sunitas han sumido en cruentas guerras a países como Irak o Irán; el conflicto árabe israelí ha provocado miles de victimas; entre tutsis y hutus se cometieron crueles barbaries en base a la discriminación religiosa; los integristas católicos de Irlanda del Norte atemorizaron durante años a las islas británicas. Los ejemplos son numerosos y los daños irreparables.

¿Pero es la defensa de la propia Fe la única y gran responsable de estos cruentos litigios? Por supuesto que no, solo basta con leer sin pretensión los libros sagrados. La religión en sí misma bajo cualquiera de sus formas y denominaciones propugna bondadosos pensamientos y virtuosas acciones. Por contra, como dogma sin base científica, es sensible de interpretaciones que pueden contaminar hasta las más hermosas convicciones. Nadie niega la teoría de la relatividad pero sí las creencias propias y ajenas, enarboladas como arma arrojadiza contra aquellos que entorpecen el logro de sus intereses económicos y políticos.

Aquel que defiende su credo por la fuerza probablemente esconda intereses menos altruistas que nada tengan que ver con la protección de su fe, pues no hay nada más íntimo y privado que la creencia o descreencia, amparada por la libertad individual y el convencimiento de que la elección de una religión y no otra viene muy determinado por las circunstancias vitales de cada uno. Nadie es libre de tener una determinada constitución biopsicológica ni de nacer en un determinado momento histórico o en cierta región, pero si debiéramos ser libres de asumirlo o no en nuestro proyecto biográfico.

En este punto, en la Europa del S.XX el Estado laico se presento como garante y protector de la libertad de conciencia en donde las creencias religiosas no constituyen motivo de desigualdad ante la ley. En España sin embargo, una corriente de laicismo mal entendido ha conducido hacia un relativismo moral que rechaza de plano toda justicia objetiva. En consecuencia, todo aquel que sugiera que hay soluciones más verdaderas que otras será tachado de autoritario. Otra vuelta de tuerca y desde un laicismo desnaturalizado sucumbiremos a la discriminación que pretendíamos evitar.

En una sociedad pluralista las convicciones son diversas, ilimitados los caminos, complejas las preguntas y decepcionantes las respuestas en la búsqueda de la “Verdad”. Solo cabe ser tolerante hacia las elecciones ajenas siempre que sean respetuosas con las propias. Cimentadas sobre un principio tan simple como la reciprocidad, las reglas naturales de convivencia son universales:

“Trata a tus congéneres igual que quisieras ser tratado” Epicuro (341 a.C.)

“Lo que es odioso para ti, no se lo hagas al prójimo” (Proverbio judío)

“Y no te enviamos [¡Oh, Muhammad!] sino como misericordia para los mundos.”(Corán 21:107)

Ala, Jesús o Jehová, son desvirtuados con cada vida apagada en su nombre. Qué sentido tiene creer en nada sobrenatural, quién querrá salvarnos si somos incapaces de confiar en nosotros mismos, si fracasamos, si destruimos nuestra humanidad. La religión no puede ser un arma ni la fe una barrera.

Imperfectos y minúsculos peleamos por erigirnos en válidos poseedores de “la verdad”. Mientras tantoel cosmos sigue girando y pocos quieren saber porque.

“El hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir” A. Einstein