miércoles, 15 de febrero de 2012

Un país maldito.

Desde que España cediese a Francia en el Tratado de Ryswick (1697) el control de la banda septentrional y occidental de La Española, y la nueva Saint Domingue francesa se construyera sobre la base de un férreo sistema esclavista, el pueblo de Haití sufre. Es desde sus primeros pobladores, 300.000 esclavos capturados en África y trasladados en barco en un largo y aterrador viaje, hasta los más de 10 millones de haitianos libres que hoy malviven en la “perla” sin brillo de las Antillas, que el pueblo de Haití padece la maldición de la pobreza.

La pequeña isla fue pionera en el proceso descolonizador y salió victoriosa en la lucha por su independencia, pero desde el año 1804 son muchas las dificultades a las que ha tenido que hacer frente, convirtiéndose en el país más pobre de todo el hemisferio occidental y ocupando, tristemente, el puesto 158 de los 177 países en el Ranking del Desarrollo Humano.

Haití es un país castigado por su historia, vilipendiado por sus líderes. Una república joven e inexperta. Traicionada por los deseos e intereses de unos pocos personajes perversos, sedientos de poder y riqueza. Tras numerosos y cruentos golpes de estado, y traiciones al más puro estilo Fouchéniano, la inestabilidad política parecía superada en 2006, cuando bajo la supervisión de Naciones Unidas (MINUSTAH) se celebraron unas convulsas elecciones que encumbraron como presidente con el 48,76% de los votos, al ingeniero René Préval.

La larga lista de reformas aprobadas por el nuevo ejecutivo gracias a la inversión extranjera, que entonces suponía casi el 40% del presupuesto nacional, auspiciaban el inicio de una nueva era de crecimiento y desarrollo, pero las ilusiones de los haitianos se vieron truncadas apenas cuatro años después de la victoria del partido “Esperanza” en las segundas elecciones libres celebradas en toda su historia.

El 12 de enero de 2010, un terremoto de alta intensidad (6,9 en la escala de Richter), el más dañino y mortífero de los últimos doscientos años, dejó en pocos segundos 300.000 muertos sepultados bajo más de cinco millones de metros cúbicos de escombros. Más de un millón y medio de personas perdió su hogar y se convirtió en refugiado. Se acababa de iniciar la diáspora haitiana, que haría cundir el pánico entre los países receptores, en particular de su vecino dominicano.

La respuesta a la catástrofe de la comunidad internacional fue inmediata. La devastada capital, Puerto Príncipe, recibió en menos de 72 horas alimentos, medicinas y efectivos de numerosas ONGD y Agencias Internacionales. Pronto, EE.UU anunció el envío de 100 millones de dólares, y Venezuela, reaccionó prometiendo la misma cantidad. La Unión europea aprobó el desembolso de 400 millones de Euros (3 millones de procedencia española), y China comprometió 4,2 millones de dólares de su presupuesto nacional.

En marzo de 2010, bajo el lema “Hacia un nuevo futuro en Haití” se celebró una Conferencia de donantes con miras a seguir produciendo resultados tangibles y visibles de reconstrucción. La presión la opinión pública, conmovida por el sufrimiento haitiano, llevó a diversos gobiernos a asumir compromisos económicos inabarcables en tiempos de crisis. En total se comprometieron 4.600 millones de dólares a desembolsar en 18 meses. Pero el 12 de enero de 2012, exactamente 24 meses después del terremoto, OXFAM denunciaba que sólo el 46% de los fondos había llegado a su destino.

El Plan de reconstrucción resaltaba como de vital importancia, la retirada de los miles de metros cúbicos de escombros de colapsaban las calles de Puerto Príncipe y Jacmel. Misión de titanes, todavía hoy incompleta, pues más de dos millones y medio de metros cúbicos de piedras, cemento, metal y cristales permanecen desafiantes como doloroso recuerdo de la tragedia. Especialmente simbólica es la imagen del palacio presidencial en ruinas. Numerosas infraestructuras semiderruidas amenazan a diario la seguridad de los pocos transeúntes y vehículos, que valientemente transitan por las áreas más castigadas.

Otro tema de suma relevancia, consistió en establecer mecanismos para el suministro de agua potable y el tratamiento de residuos sólidos en los campamentos y asentamientos temporales. Pero los esfuerzos acometidos en este término no dieron los resultados esperados, y diez meses después del terremoto se identificaron los primeros casos de cólera. La contaminación fecal de las aguas propago la bacteria Vibrio Cholerae por todo el país. Una epidemia previsible pero preocupante, que todavía hoy contagia una media de 200 personas al día. Sin el correcto tratamiento de los coléricos, un mayor control de las aguas contaminadas (47%) y una campaña de prevención a nivel nacional, el número de muertos, actualmente cifrado en 7.000, podría multiplicarse en pocos meses.

El ambicioso plan para la reconstrucción de Haití preveía, entre muchas otras cosas, la recomposición de un sistema educativo fundamentalmente privado (80%), el aumento de la inversión extranjera, la estimulación del turismo, la creación de empleo y el fortalecimiento institucional. Pero los esfuerzos realizados se muestran insuficientes, así lo ha reconocido el actual presidente de la república, Michel Martelly: Haití avanza a trompicones. Y las cifras, demoledoras, así lo confirman: el 80% de la población vive con menos de 1 dólar al día y al menos la mitad de la población es analfabeta. Sólo ocho de diez millones de haitianos tiene acceso al suministro eléctrico. El 83% no tiene acceso a agua corriente ni al sistema de salud; y tan sólo 200.000 personas de 4,2 millones de población activa tiene un empleo regular.

La maldición sobre Haití parece confirmarse estos días cuando la amenaza de un nuevo terremoto es portada de numerosos periódicos. Haití no levanta cabeza,   el peso de los escombros no se lo permite. Ayudemos a desescombrar, así lo prometimos. Debemos limpiar aunque sepamos que se volverá a ensuciar. La madre naturaleza es cruel. No hay garantías con los malditos. Sólo una certeza: nuestra deuda con Haití es de 2.484 millones de dólares.

Haití existe, aunque tratemos de ignorarlo.